La sinrazón de las tinieblas

5 de diciembre de 2010 § Deja un comentario

                                                                             (foto JAO)

Algo después de las once y media de la mañana del 6 de noviembre de 1985, acaban de cumplirse veinticinco años, comenzaba la toma violenta del Palacio de Justicia de Bogotá por el M-19, la primera desmesura bárbara de las muchas, o más bien la enorme desmesura y la barbaridad completa que acabarían por la tarde del día siguiente con el Palacio arrasado y en llamas, todo el comando asaltante muerto, la Corte Suprema de Justicia colombiana diezmada y privada de su mejores magistrados -una generación de juristas de élite como no ha vuelto a tener Colombia- y más de una decena de desaparecidos de los que nunca se ha vuelto a saber nada. El horror. El horror.
Pocos días después el desastre de la erupción del Nevado del Ruiz, que anegó el pueblo de Armero y lo dejó sepultado para siempre con miles de muertos bajo un mar de lava solidificada, desplazó la atención mediática e hizo que los responsables de las atrocidades del 6 y 7 de noviembre se fueran más o menos de rositas.
Durante años no se volvió a hablar del tema, como si no hubiera pasado nada y no hubiera ocurrido que, como si fuera irremediable responder así al acto bárbaro y desmedido de un grupo guerrillero, el Ejército de un país democrático había arrasado a sangre y fuego la sede de la Justicia y dejado en ruinas a uno de los tres poderes constitucionales, como si no hubieran matado innecesariamente a los magistrados e innecesariamente a otras personas que ese día estaban en el Palacio y, sí, innecesariamente también a los integrantes de un comando a los que deberían, como se hace en un Estado de Derecho, haber detenido y juzgado y enviado a prisión por muchos años con todo el peso implacable de la Ley pero no ejecutado sumaria y extra-judicialmente, como si no hubieran sacado vivos de ahí a gente -magistrados, funcionarios judiciales, empleadas de la cafetería, público…- para asesinarlas, entre atroces torturas muy posiblemente, y llevado los cadáveres de vuelta al Palacio para que pareciera que habían muerto como resultado del asalto, como si no hubiera pasado nada de todo eso y Armero fuera la única catástrofe de ese noviembre hace ahora un cuarto siglo.
Pero no, durante muchos años no se habló de esto, no se hablaba de nada de esto y los responsables seguían de rositas sin que les ladrara ni un perrito y sin que nadie pareciera preguntarse por qué pasaron las cosas que pasaron. Apenas las asociaciones de víctimas, algunas ONGs y un par de investigadores (qué bueno sobre todo el libro de Ana Carrigan, The Palace of Justice-1993, nunca traducido al español-) se empeñaron, con mérito enorme, en mantener vivo a lo largo de los años la llama del recuerdo. A ellas se sumaron, con mayor mérito aún, dos voces desde las artes que ayudaron a dar voz y cuerpo y espacio a ese recuerdo.
Doris Salcedo, la artista más relevante de Colombia y con más proyección internacional , ha dedicado cuatro de sus piezas a todo eso que pasó esos días de noviembre. Cuatro. Varios años de su vida dedicados a tratar únicamente la tragedia del Palacio de Justicia, como casi-única voz que recordaba y nos recordaba. Cuatro piezas.
En Tenebrae, 7 de noviembre de 1985(2000), las patas extrañamente alargadas de un maremágnum de sillas de plomo se enmarañan impidiendo al espectador el acceso, el tránsito, cualquier tipo de ocupación normal del pequeño espacio que las contiene. 6 de noviembre de 1985(2001) son dos asientos, uno de plomo y otro de acero inoxidable, fundidos de manera imposible: la pieza de plomo, material mucho más débil, sostiene el peso enorme de la de acero. Thou-less(2002) son dieciséis sillas en acero inoxidable tan entreveradas unas con otras por los respaldos, las patas o los asientos que es difícil reconocer dónde empieza y acaba cada una y el marco exterior de un asiento se vuelve el interior de otro, y el interior el exterior. Aunque cada obra trata diferentes aspectos de la toma, las tres juntas se presentaron en la Documenta 11 de Kassel (2002) como una sola instalación sobre la inaccesibilidad a los espacios donde sucede el horror, la imposibilidad de tránsito entre la normalidad de fuera y el caos, la desorientación y la confusión del espacio convertido en campo de concentración.
Y una cuarta obra por fin, efímera esta vez: pasadas las once y media de la mañana del 6 de noviembre de 2002, diecisiete años después del momento en que comenzaba la toma y caía asesinada la primera víctima, Doris Salcedo empezó a hacer descender lentamente una silla de madera por la fachada oriental del Palacio. Al final del día siguiente, a la misma hora en que terminaba el hecho más trágico de la historia reciente de Colombia, colgaban de la fachada oriental y de la que da sobre la Plaza de Bolívar, a media altura, fuera del alcance del peatón, 280 sillas, todas sillas corrientes de madera, sin nada especial, sillas institucionales como las que puede haber en cualquier oficina, usadas, simples objetos cargados de la experiencia de la vida cotidiana. Y por supuesto vacías: la fachada repleta de sillas terminaba por resultar repleta de las ausencias de tantos como murieron y desaparecieron en esos dos días trágicos, casi imposible saber cuántos, en torno a 115 se calcula, quizá más o alguno menos, pero Salcedo descolgó 280 sillas buscando el efecto estético y simbólico de que la fachada quedara llena, a ver si así, repitiendo una acción hasta el absurdo, asientos cayendo y cayendo y cayendo y permaneciendo ahí, a media altura, fuera de nuestro alcance, uno tras otro tras otro, hasta el absurdo, empezábamos a entender las dimensiones de cada muerte violenta.
Las sillas sobre el Palacio sirvieron ese día para que las familias y los allegados a las víctimas se dieran cuenta de que el duelo no era sólo de los cuatro gatos que cada noviembre se manifestaban con pancartas en la Plaza de Bolívar y para sentir que por una vez había otros que también recordaban, no sólo ellos, otros que sabían que pasó lo que pasó y se condolían. El recuerdo se convierte en reconocimiento colectivo, en memoria colectiva, y, por tanto, en historia, en la medida en que es narrado; si no, dice Salcedo, la memoria está condenada al olvido. Durante dos días, la artista se convirtió en la persona que deja constancia y que crea el vínculo entre las víctimas y quienes los lloran y el resto de la comunidad. El arte, efímero en este caso, fue instrumento de la memoria.
Como lo fue también durante años la representación uno tras otro, temporada a temporada, de La siempreviva, la obra de Miguel Torres sobre una de las desaparecidas, Cristina del Pilar Guarín, que en la pieza se llama Julieta Marín pero es igualmente una muchacha de clase baja a quien su trabajo lleva ese 6 de noviembre al Palacio de Justicia y no vuelve a aparecer ya nunca más, ella una de esas once personas arrancadas de la cafetería para quién sabe dónde, muerta quién sabe cómo, entre qué atrocidades por el solo motivo de haber estado ahí en ese momento. Toda la pieza ocurre en una casa, la del Teatro El Local en el barrio de la Candelaria, muy parecida a la que podía haber sido realmente la de la familia Guarín. Yo vi esa obra al poco de estrenarse en agosto del 94 y me emocionó y me impresionó como lo sigue haciendo hoy, tantos años después. Todas las cosas vienen de algo y probablemente de esto viene aquello, de haber visto entonces La siempreviva en su pequeña casa de La Candelaria vienen este interés que he seguido teniendo con los años por este hecho, que leyera con pavor y sin poder soltarlo, casi al borde de las lágrimas, el libro de Anna Carrigan, que durante años hablara de estas cosas con Doris Salcedo cuando los dos sentíamos que solamente a nosotros nos interesaba y nos importaba lo que había pasado, que volviera a ver La siempreviva dos veces más a lo largo de esos doce años y veinticinco temporadas en que ha estado en escena hasta que ya fue imposible porque a la compañía le quitaron la casa, que esté, en definitiva, contándoles esto ahora a ustedes y diciéndoles además cuanto me alegro de que por fin sí se esté haciendo justicia, por fin se hable de esta tragedia y aparezcan noticias al respecto cada día y se haya convocado una Comisión de la Verdad que ha investigado y preparado un informe, por fin se esté buscando a los muertos y se hayan encontrado pruebas, por ejemplo, de que al Magistrado Carlos Urán lo sacaron vivo y lo devolvieron muerto, por fin se haya publicado, ya era hora, en español en Colombia el libro de Carrigan y se haya vuelto a editar, ahora en edición accesible, La siempreviva (por la bella editorial antioqueña Tragaluz) y de que, por fin, haya imputados e inculpados y condenados.

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