El bailaor de soledades

12 de noviembre de 2009 § 3 comentarios

Recuerdo cuánto me impresionó de niño una película que vi ya empezada un viernes por la tarde, un pescador portugués que rescataba a un niño náufrago al que llamaba “Pescadito” y que acababa, Manuel, el pescador, ahogándose atrapado por los intestinos metálicos de un barco que se hundía sin remedio mientras el Pescadito nada podía hacer por rescatarlo. Sólo años más tarde volví a verla, por casualidad, y supe entonces que el pescador era Spencer Tracy, el niño Freddie Bartholomew y la película Capitanes intrépidos, una adaptación de Kipling por Victor Fleming. Nunca se me ha ido de la memoria ese recuerdo, uno de los primeros de mi vida.

A veces pasan esas cosas, nos impresiona o nos conmueve algo que no sabemos bien qué es, quién, a qué corresponde, y con lo que sólo volveremos a encontrarnos al cabo de años, como ese bailaor que vi en uno de esos festivales flamencos que a principios de los 2000 se empezaban a hacer en Nueva York, Israel Galván, un bailaor que bailaba como a medias, como conteniendo el gesto y parando el movimiento. Apenas estuvo en escena un rato, como si fuera el telonero y no le dejaran hacer mas que un aperitivo, pero fue lo único que me impresionó de todo el ciclo y el recuerdo se me quedó grabado para siempre en ese espacio brumoso de lo mítico donde también quedaron Manuel y el Pescadito. Desde entonces me sirve como ejemplo para explicar algo que a muchos parece extraño: no hay disciplinas clásicas o contemporáneas, sino aproximaciones, no es más clásico el flamenco que algo de danza que se llama a sí misma contemporánea si quien baila es por ejemplo Israel Galván y en el otro lado alguien que repite ad nauseam propuestas ya manidas y gastadas. Como en música puede ser más contemporánea una forma sugerente de tocar Bach, Glenn Gould en los cincuenta, digamos, que una enésima composición atonal que nada aporta. Como sigue siendo más contemporáneo Shakespeare que casi todo lo que ha venido después y sólo depende de cómo se monte, o cómo se lea, o con qué ánimo se aborde. Contemporáneo es un término relativo -y neutro- que nada significa por sí sólo y que tendemos torpemente a considerar que es siempre positivo.

No volví a saber de él hasta que me lo encontré hace un año en El bailaor de soledades, el maravilloso libro que le dedica, entero, Georges Didi-Huberman (Pre-Textos, 2008) y hasta poder verlo ahora por fin de nuevo en este Festival de otoño. Final de un estado de cosas. Redux era la presentación que más esperaba, con más ganas, con más emoción.

Israel Galván, ¿cómo diría?, baila trascendiendo bordes y fronteras. Demuestra que baila flamenco como nadie, de casta le viene, ya decía Morente que «es el más viejo de los bailaores jóvenes», para permitirse hacer luego lo que quiere, butoh, contemporánea, un zorcico si se tercia. Lo que Israel Galván hace es flamenco y es a la vez otra cosa, danza que no pretende ni acepta más nombre que el de danza. Hay un más allá de las categorías y de los nombres donde está Israel Galván. Son contemporáneos el ánimo, el impulso, la coreografía, la dramaturgia impecable de Pedro G. Romero que tanto tiene que ver con que veamos lo que vemos y con que eso no sea, para nada, hortera como lo son sin remedio las escenografías pretenciosas de los Cortés, las Baras, los Canales… Pero su baile, sin embargo, influido como está seguramente por Merce Cunningham o Martha Graham, no surge de ahí. Surge de algo muy profundo que son las raíces profundas del flamenco, ésas de donde él viene y sin las que no haría nada de lo que hace.

Israel Galván baila solo. Siempre. Sin pareja, sin acompañantes, aun sin el público. “No porque -dice Didi-Huberman- se adelante a otros menos virtuosos para bailar un solo. No. Tampoco es que evolucione sin compañeros de baile. Parece, más bien, bailar con su soledad, como si para él fuera una ¨soledad compañera¨, o sea, compleja, poblada de imágenes, sueños, fantasmas, memoria.”

Israel Galván descalzo y casi desnudo sobre la arena, contradicción del bailaor flamenco que en vez de zapatear –tocar con sus pies- baila en silencio, como un mimo o un maestro de butoh; y un rato después con herraduras -exaltación del zapateo- o sobre una plataforma plegable con muelles y resortes que se adapta a él como una prótesis. Israel Galván con pechos de mujer bailando como un hombre; Israel Galván con un cuchillo jamonero y una botella de anís -ese gesto, de pronto, casi imperceptible, cuando la empuja hacia atrás de una patada y mira apenas de reojo a comprobar que, sí, ha entrado justo por entre las dos patas delanteras de un banquito-; Israel Galván con boina vasca bailando un aurresku sublimado mientras los músicos bosquejan la Salve rociera; Israel Galván dentro de un ataúd que se vuelve tablao y caja flamenca; Israel Galván de frente al público, por fin, tras bailar sin él toda la noche, orgulloso y humilde al tiempo: orgulloso de su trabajo, de lo que acaba de mostrarnos, de lo que hace, seguro de que es eso, pese a que alguna vez los gitanos viejos fueran a dar el pésame a su familia por lo que el churumbel, qué lástima, andaba haciendo.

Israel Galván baila, digo, como conteniendo el gesto y parando el movimiento. Didi-Huberman dice que baila con ese mismo temple con que torean los toreros buenos. Como templaba Belmonte. Cuenta cómo “Bergamín hiperboliza el principio del temple y lo reconoce como algo que se sitúa mucho más allá del tempo y de las ¨formas métricas¨ de la tauromaquia. Se convierte en piedra filosofal, temple del alma, lugar exacto, pues, donde el combate con un monstruo puede identificarse con un ejercicio espiritual”. Mucha de la dramaturgia de Pedro G. Romero tiene que ver con los libros sobre tauromaquia de Bergamín. También a Vila-Matas uno de ellos, La música callada del toreo, le recuerda a lo que el pianista que acompañó en sus últimos días a Chet Baker decía de su música: «Chet tenía el sentido del silencio, que es la materia prima del músico. Se acercaba al micrófono, dejaba pasar cuatro, ocho compases y, desde el mismo momento en que la atacaba, la nota alcanzaba toda su plenitud (…) Conseguía una escucha profunda del público porque daba toda la significación musical al silencio antes de empezar su solo».

Eso mismo hace Israel Galván con el silencio, él solo, sobre la arena, en el escenario. Ese silencio, esa soledad y ese temple al parar el movimiento y dar forma al espacio vacío con los brazos son los que hacen que tenerlo sea un orgullo y verlo un privilegio.

§ 3 respuestas a El bailaor de soledades

  • Hola, José Antonio.Mi nombre es Gabriel Nuñez Hervás, y dirijo una nueva revista dedicada a la creación contemporánea. Su nombre es Boronía (se edita en papel, aunque puedes ver el número cero en http://www.boronia.es)Buscando referencias de "El bailaor de soledades" me he topado con tu texto y tu blog. Nos gustaría reproducirlo en las páginas del Especial Flamenco que editaremos el próximo mes de junio, junto a una fotografía de Lucca Fiaccavento, si nos das tu permiso. Espero tu respuesta (entramos en imprenta la semana que viene).PD.He visto que estás, como yo, en la nómina de blogueros de Fronterad. Un saludo

  • Traveler dice:

    Claro que sí, y gracias por el interés. Si me das una dirección, te lo mano con las mínims actualizaciones técnicas necesarias….

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